
Jesús ha concluido el tiempo de su vida oculta de familia, bajo la autoridad de sus padres y comienza la predicación de la buena noticia del reino.
Ha elegido a los que van a ser sus más íntimos seguidores y colaboradores, los apóstoles, y comienza a explicar a los principales de Israel quien es Él y para qué ha venido a este mundo.
Comienza precisamente por su pueblo, Nazaret, donde se había criado, presentándose en el templo y saliendo a leer la lectura del profeta Isaías, que decía: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor». Y, enrollando el rollo y devolviéndolo al que lo ayudaba, se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos clavados en él. Y él comenzó a decirles: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír». (Lc 4, 18-21).
Así explica Jesús a sus contemporáneos y a sus compatriotas la misión que trae a este mundo: evangelizar a los pobres y proclamar la libertad a los cautivos.
Jesús va a cumplir a la perfección con esta misión de anunciar la buena noticia de la salvación a todos los hombres, especialmente a los pobres, a los últimos, a los desahuciados de la sociedad. Cristo tuvo siempre una gran predilección por los pobres, de tal manera que se identifica con ellos: «Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25, 40).
La misión que Cristo recibió del Padre fue la de mostrar a los hombres esa buena nueva de la salvación, una salvación que no podíamos ganar a puños, sino que era el Padre el que nos la regalaba, porque Cristo, con su nacimiento, muerte y resurrección nos la había ganado.
Así explica Jesús a sus contemporáneos y a sus compatriotas la misión que trae a este mundo: evangelizar a los pobres y proclamar la libertad a los cautivos
Cristo viene a este mundo y así lo va a realizar en todo momento, para mostrar a los hombres el verdadero rostro de Dios lleno de misericordia que no ha querido que el hombre quedara condenado para siempre por su pecado, sino que, tras el pecado, Dios prepara un «plan de salvación», el de enviar a su Hijo, para que haciéndose uno de nosotros, menos en el pecado, nos mostrara a todos la salvación de Dios, la buena noticia de la salvación.
Esta buena noticia de la salvación comienza por mostrar al hombre ese verdadero rostro de Dios, que es el rostro de un Dios Padre, bueno y misericordioso, capaz de compadecerse de las miserias humanas y que, a pesar de los pecados del hombre, le ofrece la salvación de Dios y le muestra el gran amor que Dios le tiene.
Esta es la buena noticia que Cristo encomendó a la Iglesia para que la anunciara a todos los hombres de todos los tiempos, estuvieran en la situación que estuvieran: que Dios sigue a su lado, que Dios sigue queriéndolos y amándolos a pesar de sus pecados, y, desde esa realidad, hacerles la invitación a seguir a Cristo como discípulos suyos, convirtiendo su vida y viviéndola desde la realidad de la gracia.
El anuncio de la buena noticia de la presencia de Jesús que nos muestra la presencia de un Dios Padre bueno y misericordioso, capaz de compadecerse de nuestros pecados
El anuncio de la buena noticia de la presencia de Jesús que nos muestra la presencia de un Dios Padre bueno y misericordioso, capaz de compadecerse de nuestros pecados y debilidad y capaz de querernos sin mérito alguno, es el mensaje del que hemos de ser portadores todos los bautizados para los demás, especialmente para los pobres y necesitados de Dios y de los demás, a los esclavos de cualquiera de las esclavitudes en la que ha caído el hombre hoy, y a las que se debe sentir llamado para liberarse de ellas por medio del amor de Cristo y el seguimiento de su persona y de su mensaje.
Este es el mensaje que continuamente nos está repitiendo el papa Francisco, repitiéndonos que hemos de llevar el mensaje de Cristo a las periferias o, como decía san Juan Pablo II, hasta el corazón del mundo actual, un mundo que se niega a reconocer la presencia de Dios en él y que le necesita para encontrar sentido a su vida y poder dar respuesta a los interrogantes más importantes del hombre actual.
Este debe ser el empeño de toda la Iglesia, porque Cristo ha querido que participáramos de su misma misión. Por lo mismo, todos y cada uno de nosotros, miembros de esta Iglesia con esa misión, debemos sentirnos corresponsables de la evangelización de este mundo de hoy y del hombre actual.
+ Gerardo
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