La bonita tradición del belén

En todas nuestras casas hay un belén, al menos un nacimiento, un «misterio» que contemplamos y ante el que rezamos, el lugar al que se acercan los más pequeños mientras aprenden sobre el acontecimiento que cambió la historia. Hablamos sobre esta hermosa tradición que cada vez tiene más fuerza.

El nombre de belén está relacionado con el origen, es decir, la ciudad de Belén en Palestina en la que hace más de dos mil años sucedió el acontecimiento que conmemoramos y celebramos: el nacimiento de Jesucristo, el Hijo de Dios. Belén, en hebreo Bet-Lehem, posee el hermoso significado de «casa del pan», algo que anticipa la providencia de lo que iba a suceder y que Dios nos tenía preparado. Para esta pequeña aldea es el mayor de los privilegios, pues ninguna otra ciudad puede decir que fue la cuna de un niño que era Dios.  

La tradición nos fija distintos orígenes en cuanto a los diferentes tipos de recreaciones. Una de las primeras acciones ocurrió durante el pontificado de Sixto III (432-440), que mandó traer algunas maderas de la cueva de Belén hasta Roma y con ellas se construyó la primera recreación del nacimiento del Mesías. Pero fue en la víspera de Navidad de 1223, cuando San Francisco de Asís, en una gruta de Greccio, dispuso lo que casi 800 años después conocemos como el primer belén. Ese fue su deseo, celebrar una hermosa Nochebuena logrando hacer más presente el recuerdo del misterio de la Encarnación del hijo de Dios. Gracias a la tradición, han llegado hasta nuestros días las influencias franciscanas en nuestros belenes.

Una oración personal, todo un apostolado belenista con humildes materiales que tenemos a nuestro alcance: corcho, musgo, agua, arena y barro que, tras ser trasformado y definido, cocido y policromado, representa la divinidad ante nuestra mirada, con el hermoso paralelismo de su naturaleza creativa, de aquel polvo con el Dios nos creó

Aquí radica la responsabilidad de todos los que se enfrentan a la creación de un belén: el misterio de la Encarnación, que podrá representarse mejor o peor, con mayor o menor tamaño, será mas o menos artístico; pero no representamos solo algo que sucedió, sino algo que sucede y, gracias al belén, podemos acercarlo a todo aquel que contemple nuestra obra.

Una oración personal, todo un apostolado belenista con humildes materiales que tenemos a nuestro alcance: corcho, musgo, agua, arena y barro que, tras ser trasformado y definido, cocido y policromado, representa la divinidad ante nuestra mirada, con el hermoso paralelismo de su naturaleza creativa, de aquel polvo con el Dios nos creó.

El belén hace posible lo imposible, una relación de conceptos que trascienden más allá de la belleza, nos muestra algo que solo el corazón puede ver.

Su presencia en nuestras casas, instituciones, parroquias, colegios, lugares de trabajo, es muy importante en estas fechas, pues debe ser el centro de lo que realmente celebramos en Navidad.

Muchas familias tienen la costumbre de instalar el belén el día de la Inmaculada. El 8 de diciembre de 1854, Pío IX proclamó el dogma de la Inmaculada Concepción, fecha que da origen a esta bonita costumbre.
 
Por Jorge González Rivas