
En el evangelio de este domingo, Jesús nos deja bien claro qué es lo más importante en la vida del creyente: es creer en Él, porque el que cree en Él, tiene vida eterna.
Creer en Jesús no es algo puramente teórico. Creer en Jesús es vivir en la vida de cada día lo que el Señor nos dice en el Evangelio, es hacer realidad en nuestra vida el estilo de vida de Jesús, es hacer y vivir aquello y de acuerdo con lo que Jesús expresa como su mandamiento nuevo; es dejar que Dios entre en nuestra vida y nos convierta y nos transforme en lo que Él quiere que seamos; es amar a Dios antes que a nadie ni a nada en nuestra vida.
La fe, pues, es una vida que hemos de vivir y que, si no la vivimos, no es nada. Nos lo dice el apóstol Santiago: ¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Podrá acaso salvarlo esa fe? (Sant 2, 14).
Todos los que hemos sido bautizados estamos llamados a hacer realidad en nuestra vida el estilo de vida de Jesús. Pero, por el ambiente en el que vivimos, por las tendencias personales que actúan dentro de nosotros, por la presión de la mundanidad que nos incita a vivir otros valores, tantas veces, nos cansamos. Es más, muchas veces sentimos que en nosotros pesa el desánimo y, como Elías, sentimos la tentación de abandonar, de dormirnos a la sombra de este mundo que va por otros caminos, y olvidarnos de Dios y de la misión que hemos recibido de Él.
Pero Dios, aun en esos momentos en los que nos desanimamos, nos cansamos y estamos dispuestos a abandonar, hace que sintamos su mano, que nos despierta y nos llama. Nos llama a que nos alimentemos porque tenemos que seguir el camino y Él sabe que es duro. Por eso, el nos hace sentir su invitación a alimentarnos para poder seguir viviendo nuestra fe.
Solos somos muy poca cosa, sentimos en nuestro corazón la impotencia de recorrer el camino solos, de vivir solos nuestra fe y ser solos unos buenos cristianos.
Lo hemos experimentado muchas veces en la vida. Cuando nos creemos autosuficientes y somos nosotros solos los que comenzamos el camino sin contar con el Señor para llegar a una meta determinada, somos nosotros solos los que recorremos parte del camino. Si queremos seguir solos, somos nosotros solos los que fracasamos en los esfuerzos y en los intentos por conseguir una meta determinada.
Solos somos muy poca cosa, sentimos en nuestro corazón la impotencia de recorrer el camino solos, de vivir solos nuestra fe y ser solos unos buenos cristianos
Por experiencia propia como creyentes, sabemos también que, cuando hacemos nuestro camino de la mano de Dios, alimentándonos con sus sacramentos y contando siempre con su ayuda, entonces es cuando realmente logramos conseguir las metas a las que el Señor nos llama, porque nos dijo el Señor: «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15, 5). «Porque Él el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo» (Jn 6, 50-51).
Necesitamos alimentarnos de Él, que es el pan de vida que ha bajado del cielo, necesitamos alimentarnos de Él, que es la palabra del Padre que nos señala el camino que hemos de recorrer y con qué actitudes hemos de hacerlo. Ese es nuestro alimento, el que mantendrá viva nuestra fe a pesar de las dificultades que podamos tener y del ambiente en contra que nos encontremos. Porque, cuando uno está bien alimentado, tiene fuerzas para no rendirse y para seguir el camino sabiendo que el Señor nos acompaña y nos lleva a que descansemos en un sitio tranquilo junto a Él, en la oración.
Necesitamos alimentarnos de Él, que es el pan de vida que ha bajado del cielo, necesitamos alimentarnos de Él, que es la palabra del Padre que nos señala el camino que hemos de recorrer
Ni las dificultades, que sintamos en la vivencia del estilo de vida de Jesús y en la vivencia de nuestra fe, ni siquiera nuestros pecados, deben ser un motivo para desanimarnos y desistir en el intento de vivir nuestra fe. Nos dice san Juan que hemos de poner todo nuestro esfuerzo en no pecar, pero si pecamos tenemos a alguien que intercede por nosotros y nos perdona. Cristo es nuestro abogado (Cfr. 1 Jn 2, 1-2) y Él nos dejó el sacramento del perdón para que pudiéramos confesar nuestros pecados, obtener el perdón y seguir viviendo según Dios no pide.
Pongamos nuestro esfuerzo, todo el que podamos por nuestra parte, por vivir nuestra fe, pero nunca nos olvidemos de que es Dios el que hace fructificar las obras de nuestras manos. Contemos con Él, alimentemos nuestra fe en la eucaristía y el perdón de Dios y seguro que logramos ser verdaderos seguidores de Cristo Jesús.
+ Gerardo
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