Jaime Aceña Cuadrado es misionero claretiano y presidente de CONFER (Conferencia Española de Religiosos) en nuestra diócesis. Nos habla de la vocación a la vida consagrada y de los consejos evangélicos, un ejemplo profético para toda la Iglesia.
La Vida Consagrada brota de la entraña de la Iglesia. La fuente bautismal urge a la santidad a todos los renacidos del agua y del Espíritu, Jesús ofrece a todos su camino, su verdad y su vida; ofrece a todos las bienaventuranzas, el mandato nuevo, las parábolas. «Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5, 48).
Entre los bautizados surgieron, a partir del siglo IV, hombres y mujeres que iniciaron una vida en común para vivir los consejos evangélicos
Entre los bautizados surgieron, a partir del siglo IV, hombres y mujeres que iniciaron una vida en común para vivir los consejos evangélicos, imitando a Jesucristo obediente, pobre y casto. Se consagraron a Dios para vivir el bautismo hasta sus últimas consecuencias. Los consagrados por la profesión religiosa son parábola del reino de Dios, anticipan los bienes del reino aunque todavía no han llegado a su plenitud; viven desde los bienes permanentes que esperamos, prometidos por Jesucristo.
La vocación a la vida consagrada, hoy como siempre, es un proceso presente en las vocaciones que recoge el Evangelio; pongo como ejemplo la vocación de Natanael (Jn 1, 45-51), cuyas claves vocacionales están presentes en los religiosos y religiosas de hoy:
1. La mediación de Felipe nos recuerda las mediaciones en nuestra vocación: «Hemos encontrado a aquel de quien escribieron Moisés en la Ley y también los profetas: Jesús el hijo de José, de Nazaret»; nosotros tenemos, también, mediadores en nuestra vocación: padres, familia, párrocos, educadores, compañeros o santos de al lado.
2. Es difícil conocer y amar a Jesús hasta entregarle las riendas de la propia vida: prejuicios que hay que superar como los de Natanael —«¿de Nazareth puede salir cosa buena?»— hasta asimilar poco a poco la novedad de Jesús, el maestro: «El mayor entre vosotros, sea vuestro servidor» (Jn 13, 12-14). Largo aprendizaje hasta dejar a Jesús ser el Señor y dueño de la propia vida: «El Señor es el lote de mi heredad y mi copa; mi suerte está en su mano» (Salmo 15).
3. Honradez y sinceridad en la relación con Jesús, el maestro: «Ahí tenéis a un israelita de verdad en quien no hay engaño»; el trato asiduo con el Señor se inicia en el Noviciado y culmina cuando confesamos con nuestras obras: «Rabí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel».Jesús nos dice, como a Natanael: «Has de ver cosas mayores», que son las que experimentamos viviendo los consejos evangélicos hasta que nos llegue la hora de partir de este mundo al Padre.
La castidad manifiesta la entrega al Padre desde Cristo, en la medida en que ya «no soy yo el que vive; es Cristo quien vive en mí»
Obediencia
La obediencia, practicada a imitación de Cristo, cuyo alimento era hacer la voluntad del Padre (Jn 4,34), manifiesta la dependencia filial y no servil animada por la confianza recíproca: «Desde que mi voluntad está a la vuestra rendida, conozco yo la medida de la mejor libertad; venid, Señor, tomad las riendas de mi albedrío, de vuestra mano me fío, a vuestra mano me entrego, que es poco lo que me niego si yo soy vuestro y Vos mío» (Cfr. Himno de santos religiosos, Liturgia de las Horas).
Pobreza
La pobreza manifiesta que Dios es la única riqueza verdadera de la persona humana; vivida según el ejemplo de Cristo que «siendo rico se hizo pobre» (2Cor 8, 9); expresa la entrega total de las tres personas de la Trinidad que el Hijo encarna haciéndose hombre, nacido de María Virgen, se abaja y se anonada para compartir nuestra pobreza humana, en todo semejante a nosotros menos en el pecado (Gál 2, 15-21; Flp 2, 6-11). Por el voto de pobreza lo que somos y tenemos como personas y congregaciones lo ponemos al servicio de los hermanos, en especial, de los empobrecidos; este es el ideal al que nos impulsa el Espíritu. Llevamos este tesoro en vasijas de barro, pero es nuestra razón de ser y de vivir en la Iglesia y en la sociedad que nos rodea.
Castidad
La castidad manifiesta la entrega al Padre desde Cristo, en la medida en que ya «no soy yo el que vive; es Cristo quien vive en mí» (Gál 2, 20). Es la entrega por amor al Padre, en el Hijo, por el Espíritu que se encarna en el amor fraterno a todos; el que vive la castidad vive amando a todos como hermano. Este amor se expresa en carismas diversos: enseñanza, predicación de la Palabra, entrega a los enfermos y marginados, compromiso contra la «trata» de personas, en la vida contemplativa...
Los tres votos los vivimos en una comunidad religiosa concreta, dentro de una congregación fiel al carisma del fundador o fundadora, en comunión con la Iglesia local y con nuestro obispo, para ser signo del reino en la sociedad que nos toca vivir. La vida consagrada, en la entraña de la Iglesia local, es fermento del reino aquí y ahora. Vivimos sinodalmente, compartiendo el camino del seguimiento de Jesús con los carismas de los presbíteros y de los laicos, entre los que somos hermanos y hermanas para que «venga a nosotros su reino».
Por Jaime Aceña Cuadrado, CMF