«Mirar a la Virgen para acordarnos del cielo»

 
En medio de un mundo que mira solo lo inme­diato y, especialmen­te, lo material, sin casi darnos cuenta, nos pasa que nos olvidamos de nuestro últi­mo destino.
No tenemos que olvidar nunca que la vida en la tierra es una espe­cie de peregrinación hacia la vida eterna. Nosotros, como creyentes, ca­minamos, peregrinamos, hacia una meta final. No podemos olvidarnos de cuál es la meta.
En la vida, tenemos que hacer lo mismo que el que viaja a un destino concreto, que no puede quedarse en­simismado en cosas que encuentra por el camino y olvidar el destino hacia el que camina. Nosotros tam­poco podemos olvidar hacia donde caminamos, cual es nuestra meta y nuestro destino.
Nuestro destino es la vida eterna, la felicidad sin fin, y eso no lo vamos a conseguir en esta vida, sino en la vida después de la muerte terrena. Por ella es por la que hemos de lu­char viviendo cada momento en esta perspectiva y con esta esperanza. Entonces encuentra sentido cuanto vivimos cada día.
La celebración de la solemni­dad de la Asunción de María nos recuerda y actualiza la realidad de una persona que nunca perdió de vista su destino, que mantuvo siempre su esperanza.
Ella, desde el misterio de su asun­ción a los cielos, es figura y primicia de la Iglesia, que un día será glori­ficada. Ella es consuelo y esperanza del Pueblo de Dios que peregrina en esta tierra.
María asunta a los cielos es figu­ra y primicia para cada uno de no­sotros como cristianos, porque ella, es ya aquello a lo que nosotros esta­mos destinados. Ella es primicia de alguien que ha recorrido todo su ca­mino y ha conseguido su meta hacia la que caminaba en su vida.
La fiesta de la Asunción es una in­vitación a revisar nosotros hasta qué punto tenemos claro nuestro destino y si lo tenemos claro, que es realmen­te el cielo, la felicidad sin límites.
Es, al mismo tiempo, llamada a no olvidarnos del mismo, mientras vivimos aquí en la tierra, a no mi­rar tanto al suelo y sí a elevar nues­tros ojos, nuestra mirada, pensa­miento y corazón, al cielo, que es nuestro destino último y definiti­vo. La felicidad que Cristo prome­te a todos aquellos que durante su vida le sean fieles.
En esta sociedad actual, en la que, tanto tienes, tanto vales; en la que se cuida tanto la buena imagen para que los que viven en este mundo nos mi­ren con determinados ojos; en la que nos encontramos con tanta gente que únicamente busca el placer efímero y la felicidad terrena, como si con ella se acabara todo para el hombre que empieza en este mundo y todo ter­mina con él; corre­mos el ries­go de confundir el medio con el fin y hacer de la vida terrena el principio y el fin del destino del ser humano.
La fiesta y el dogma de la Asun­ción de nuestra señora a los cielos en cuerpo y alma es una fiesta y un dogma que nos recuerda esta reali­dad de la vida que nos espera, por­que ella es primicia de lo que sere­mos todos los demás.
San Pablo VI, en su exhortación apostólica Marialis cultus, nos ofre­ce el sentido y el mensaje de esta solemnidad y nos dice: «La asun­ción de María es la fiesta del desti­no de plenitud y de bienaventuran­za; de glorificación de su alma y de su cuerpo virginal; de su perfecta configuración con Cristo Resucita­do; una fiesta que propone a la Igle­sia y a la humanidad la imagen y la consoladora prenda del cumpli­miento de la esperanza final, pues dicha glorificación plena es el des­tino de aquellos que Cristo ha he­cho hermanos, teniendo en común con ellos la carne y la sangre» (Hb 2, 14; Cfr. Gál 4, 4).
Por eso, la celebración de la asun­ción de María, nos hace una llamada especialmente significativa en me­dio de este mundo materialista, que valora solo lo inmediato y que solo ve de tejas para abajo, una llamada a mirar al cielo como nuestro último y auténtico destino, y lo hace a través de la figura de María, que ha sido glo­rificada definitivamente en cuerpo y alma junto a Dios en el cielo.
Vamos hoy a pedirle a nuestra señora la Virgen Ma­ría, bajo la advocación de la Virgen del Prado, que ella, que ya participa plenamente de la felicidad eterna, que nos ayude a entender que este es nuestro destino y que nunca debemos olvidarlo, porque en la medida en que esto esté bien presente en nuestra vida, en esa misma medida, mantendremos siempre viva la esperanza, aun cuando en nuestro recorrido por nuestra vida terrena nos encontremos con momentos de dolor y sufrimiento. Lo mismo que el caminante anda hacia un destino de­terminado, encuentra momentos de cansancio, de des­ánimo, pero le anima a continuar la realidad de la meta a la que camina.
 

+ Gerardo Melgar Viciosa
Obispo Prior de Ciudad Real