¡Señor y dador de vida!

Este domingo de Pentecostés conmemoramos la efusión del Espíritu Santo sobre los discípulos, los orígenes de la Iglesia y el inicio de la misión apostólica a todas las tribus, lenguas, pueblos y naciones. Ángel Moreno Mayoral nos habla del Espíritu, al que nos referimos como el «gran desconocido» por la menor reflexión teológica que tenemos sobre él en comparación con el Padre, el Hijo o la propia Iglesia.

Como recordaba Joseph Ratzinger en su conocida Introducción al cristianismo, el credo recoge una estructura trinitaria procedente de la antigua profesión de fe bautismal. Dentro de esta estructura tripartita, la realidad de la Iglesia se sitúa en la sección dedicada al Espíritu Santo. Para el símbolo, como ocurre en Hechos de los apóstoles, la comunidad cristiana representa la continuación de la historia de Cristo mediante el don del Espíritu Santo. Su presencia marca el intervalo entre la primera y segunda venida del Redentor. Los cristianos habitamos un tiempo intermedio marcado por la tarea de la evangelización, que se desarrolla en el poder del Espíritu Santo: «Por mano de los apóstoles se realizaban muchos signos y prodigios en el pueblo…» (Hch 5, 12).

El Espíritu Santo es el vino de Caná, cuya ausencia condena a la Iglesia a ser una estructura desgastada donde falta la alegría

Desde esta perspectiva emerge una concepción de la Iglesia de corte espiritual que se resiste a ser entendida como mera institución profana. Siendo esta la clave de comprensión, sigue siendo necesario redescubrir la presencia activa del Espíritu Santo en la vida de los cristianos. Afortunadamente, una serie de nuevas realidades de corte carismático subrayan la importancia de este «gran desconocido».
Entre sus actuaciones más señaladas, el Paráclito unifica a la Iglesia preservándola del peligro de convertirse en un conjunto de instituciones desgajadas que hacen la guerra por su cuenta. En esta misma línea, es importante resaltar su extraordinaria labor ecuménica que ha dado lugar a un encuentro sin precedentes entre las diversas denominaciones cristianas. La unión en la alabanza, la caridad, la recepción de sus dones e, incluso en el martirio, ha mostrado la profunda comunión que aglutina a los cristianos en virtud de su bautismo. A nivel individual, una actuación parecida posibilita el paso de una fe desarticulada a la «vida nueva» que se aglutina por la fuerza de la caridad.

Como efecto más notorio, el Espíritu Santo renueva la realidad más ordinaria revistiéndola de originalidad. Su actuación se desvincula de la estrategia de una empresa que produce novedades con el fin de satisfacer el consumismo de sus usuarios. Su presencia hace nuevo aquello que, por otro lado, es más «de siempre». Gracias a su acción, muchos continúan explicando la doctrina cristiana como la gran respuesta a la cuestión del ser humano. Gracias al Espíritu, otros celebran la eucaristía como un encuentro con el Resucitado que transforma vidas. Seglares, sacerdotes, órdenes religiosas, se renuevan acogiendo la presencia del Paráclito. El Espíritu Santo es el vino de Caná, cuya ausencia condena a la Iglesia a ser una estructura desgastada donde falta la alegría.
 
Por Ángel Moreno Mayoral. Este artículo se publicó en Con Vosotros de 23 de mayo de 2021.