Hora Santa

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Durante el Triduo Pascual, uno de los momentos más significativos es la oración en el monumento en la noche del jueves al Viernes Santo. Con esta Hora Santa ofrecemos una ayuda para rezar, meditando cada uno de los textos sobre estas horas intensas en las que contemplamos a Jesús entregándose por nosotros y para nosotros.

I. La indisolubilidad de la muerte y la resurrección

Durante el Triduo Santo celebramos el misterio pascual, que tiene como meta la resurrección. Pero no debemos concebirla como la superación de la entrega que Jesús realizó en la cruz, sino como el acontecimiento que le otorga carácter de eternidad y la hace actual.

Por eso, cuando el Resucitado se aparezca ante los apóstoles lo hará mostrándoles las marcas de su pasión y seguirá partiendo para ellos el pan.

II. El resucitado es el entregado

Cristo resucita con el tipo de existencia con que modeló su vida terrena. La suya fue una existencia para los demás. Murió como vivió: ofrecido. Y resucitó como murió y vivió: ofrecido.

En esta Hora Santa, adoramos la eucaristía —sacramento de su Pascua— reconociendo su presencia viva bajo la forma de la entrega. Por ella accedemos al misterio de su cruz.

III. En la eucaristía nos unimos a la entrega de Jesús al Padre

Jesús comprendió su muerte como un sacrificio expiatorio. Al entregar su vida al Padre, realizó el mayor acto de amor: dar la vida (Cf. Jn 15 13). Así, testimonió su amor por el Padre. Y manifestó su amor por nosotros dando su vida en nuestro nombre.

El fruto de su sacrificio vicario es que expía nuestras culpas, redime nuestros pecados, resarce nuestro desamor, reconciliándonos con el Padre para que vivamos una vida nueva. Por eso, es necesario que comulguemos habiendo acogido su perdón en la confesión.

IV. Por nosotros y para nosotros

Jesús se ofrece al Padre en nuestro nombre y, al comulgar, nos unimos a su entrega. El otro polo de la comunión es que Jesús se ofrece a nosotros: se nos da.

Su entrega, perennizada por su resurrección y presente en el pan de la eucaristía, espera ser recibida para que nos dejemos habitar por él y para que él viva en nosotros. Así, podemos pedirle: «Señor, que quien me vea, te vea».

V. Somos un solo cuerpo para los demás

Al recibirla, Jesús nos transfunde su ser, capacitándonos e impulsándonos para que prolonguemos su entrega por el mundo.

Nos convertimos en instrumentos de su donación, en terminales de su ofrecimiento, habilitados por él mismo para extenderla, concretarla y realizarla allí donde estemos.

VI. Comulgar es mucho más que adorar

Adoramos y reverenciamos la presencia del Señor en el pan. Pero eso no basta. La adoración ha de prepararnos para la comunión, y la comunión para la acción.

Si nos limitáramos a adorarlo, no recibiríamos su entrega ni participaríamos de ella. Necesitamos recibirlo:

a) Para unirnos a su entrega al Padre.
b) Para vivir siendo uno con él.
c) Y para poder manifestarlo a los demás.

La presencia del Señor en el pan no existe únicamente para ser contemplada, sino para ser acogida y para que, asimilándonos mutuamente, él pueda seguir operando su salvación por medio de nosotros.

VII. Fuente de la vida cristiana

La comunión hace que Cristo adquiera un cuerpo aún mayor: el nuestro unido al suyo. Y nos otorga una nueva identidad: la de ser «otros Cristos». Es así como nace el misterio de la Iglesia, su cuerpo místico en el mundo.  

Sus palabras «haced esto en conmemoración mía» no expresan únicamente su deseo de que celebremos la eucaristía, sino que, al celebrarla y recibirla, él adopte nuestro cuerpo para seguir amando, redimiendo y salvando a este mundo. Por eso, la eucaristía desemboca necesariamente en la caridad.

Pero no podemos olvidar, que para que todo esto sea posible, necesitamos sacerdotes, ministros de la eucaristía. Sin ella, el cristianismo quedaría reducido a pura ética o ideología. Con ella, el cristianismo es comunión real con Cristo y con los hermanos, y punto de partida para emprender una misión compartida con Jesús, que desea dar su vida con nosotros por este mundo, amado entrañablemente por el Padre.

VIII. Medita y ora:

— ¿Qué ha hecho Cristo por mí?
— ¿Qué he hecho por Cristo?
— ¿Qué hago por Cristo?
— ¿Qué voy a hacer por Cristo?

IX. Termina realizando un coloquio: habla con el Señor como un amigo habla con otro amigo.