El seguimiento de Jesús no puede dejar indiferente

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    Jesús, en un momento concreto de su vida, ante la inferencia que observa en los escribas y fariseos va a decirles: «¿A quién, pues, compararé los hombres de esta generación? ¿A quién son semejantes? Se asemejan a unos niños, sentados en la plaza, que gritan a otros aquello de: “Hemos tocado la flauta y no habéis bailado, hemos entonado lamentaciones, y no habéis llorado”. Porque vino Juan el Bautista, que ni come pan ni bebe vino, y decís: “Tiene un demonio”; vino el Hijo del hombre, que come y bebe, y decís: “Mirad qué hombre más comilón y borracho, amigo de publicanos y pecadores”. Sin embargo, todos los hijos de la sabiduría le han dado la razón» (Lc 7, 31-35).

    Ni la persona de Jesús ni su men­saje pueden dejar a nadie indiferen­te, frío y sin definirse


    Ni la persona de Jesús ni su men­saje pueden dejar a nadie indiferen­te, frío y sin definirse. La persona de Jesús y su mensaje es tan rompedor y provocador que necesariamente quien le contempla o lo oye tiene que definirse a favor o en contra. No vale la tibieza, porque al tibio Dios lo vo­mita. Así lo dice el libro del Apoca­lipsis: «Conozco tus obras: no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o ca­liente! Pero porque eres tibio, ni frío ni caliente, estoy a punto de vomitar­te de mi boca» (Ap 3,15-16).

    Cristo ha venido a prender fuego en el mundo, no ha venido a traer paz, en el sentido de conformarse con lo que sea sino división, porque Cristo divide entre los que creen en él y lo siguen y los que no creen y no lo siguen. «Desde ahora estarán divi­didos cinco en una casa: tres contra dos y dos contra tres» (Lc 12, 52).
    Una de las cosas que repite el papa Francisco es que no podemos ser los cristianos unos más del mun­do que vivamos desde y de la mun­danidad. La vida del creyente en Je­sús debe distinguirse de los que no creen, porque si no nos distinguimos es que, tal vez, nosotros, estamos vi­viendo como no creyentes, aunque nos llamemos cristianos.

    Una de las tentaciones a las que se ven sometidos muchos cristianos hoy es a querer ser creyentes, pero sin dejar nada del mundo, querer com­paginar el ser seguidores de Cristo con ser seguidores de las llamadas y los valores del mundo. Esta mentali­dad es la que hace que muchos que se dicen cristianos hoy no dejen de preguntarse: ¿por qué no pueden vi­vir como cualquiera del mundo y ser cristianos?

    La respuesta a estas formas de si­tuarse, y a estas preguntas que algu­nos pueden hacerse nos la da el Se­ñor: «He venido a prender fuego a la tierra, ¡y cuánto deseo que ya esté ar­diendo!» (Lc 12, 49). El estilo de vida que Cristo propone para sus seguido­res es un estilo radical. Aquí no valen las medias tintas. Para ser seguidores de Jesús no vale todo. El que sigue a Cristo debe encarnar y vivir un estilo pe­culiar de vida que le distinga de los demás y cuando no se distingue del resto es que seguro que no está viviendo como Cristo le pide.
    Alguien que vive de verdad el evangelio es alguien que produce re­pulsa en quien no lo vive y, por eso, la mejor manera de defender su falta de fe es atacar a los que creen. Esta es una actitud que se da hoy mucho cuando se ataca a la Iglesia, a los que van a la iglesia, a los cristianos, porque su vida y su estilo de vivir les está hablando de algo –una fe y una vida eterna, una esperanza, un com­promiso–actitudes en las que quie­nes les contemplan no creen y por lo mismo atacan.

    Seamos consecuentes y sinceros a la hora de vivir como cristianos aun­que ello nos traiga disgustos y difi­cultades ante los demás


    Si nuestra vida es una vida cómo­da y no produce extrañeza y suscita conflicto, tal vez es porque nuestra fe es demasiado cómoda, donde todo da igual.

    Seamos consecuentes y sinceros a la hora de vivir como cristianos aun­que ello nos traiga disgustos y difi­cultades ante los demás.
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