
Obras son amores y no buenas razones». Así reza el refrán castellano que, como fruto de la sabiduría humana, no deja de tener un profundo significado.
Jesús, en el evangelio de este domingo, nos habla del amor a Dios, que no consiste en buenas ni bonitas palabras, o en un sueño o en meros sentimientos. Amar a Dios consiste en guardar su palabra, es decir: en una orientación concreta de la vida, en un estilo de vida en el que Dios sea lo más importante de nuestra vida.
El amor a Dios lleva, exige y compromete a vivir desde lo que Dios nos pide, lo cual supone dejar entrar a Dios en nuestra vida para que nos transforme y nos ayude a vivir el estilo de vida que Él quiere que vivamos. Consiste en vivir de tal manera que el mensaje del Señor sea la razón suprema de nuestra alegría.
Amar a Dios es preguntarnos cuál es el plan de Dios Padre sobre nosotros, plan que se nos manifiesta a través de las palabras y la vida de Cristo y desde las que Cristo nos llama a imitarle a Él en nuestra vida, dejándonos transformar por la fuerza y la gracia del Espíritu.
Amar a Dios es preguntarnos cuál es el plan de Dios Padre sobre nosotros, plan que se nos manifiesta a través de las palabras y la vida de Cristo
El amor al Padre por Jesucristo, produce en nosotros alegría y paz, una paz distinta a la que da el mundo; es la alegría y la paz que siente quien se siente amado por Dios y, como respuesta a su amor, Él le ama con todas su fuerzas, con todo su ser.
Este amor a Dios nos pide un amor sincero y entregado a nuestros hermanos porque, como nos dice san Juan, no podemos amar a Dios, a quien no vemos, si no amamos a los hermanos que conviven con nosotros y con los que nos encontramos cada día. Si alguno dice: “Amo a Dios”, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve» (1Jn 4, 20)
El amor a Dios nos compromete al amor a los hermanos, porque todos somos hijos de un mismo padre y los otros son hermanos nuestros, porque en el amor consiste el mandamiento nuevo: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros» (Jn 13, 34-35).
Guardar la palabra de Cristo supone y exige amar a los hermanos. Solo cuando amamos a los hermanos, el Padre nos amará y Cristo y el Padre vendrán a nosotros y harán morada en nosotros.
Guardar la palabra de Cristo supone y exige amar a los hermanos. Solo cuando amamos a los hermanos, el Padre nos amará y Cristo y el Padre vendrán a nosotros y harán morada en nosotros
Nuestra espiritualidad como cristianos no es una espiritual desencarnada, es una espiritualidad que nos pide ser consecuentes con el amor que Dios nos tiene a nosotros, siendo capaces de amarle a Él, su palabra y sus planes y al mismo tiempo amar a los hermanos.
A través del amor a nuestros hermanos, los demás seres humanos tienen que descubrir, en ese amor nuestro, el amor de Dios a los hombres que se hace realidad y se transluce en el amor y por el amor que nosotros tenemos a los hermanos.
Escuchemos a Jesús, que nos habla, y tomemos su Palabra como la palabra que configura nuestra vida y deja que el Padre y el Hijo se hagan presentes en nosotros trasmitiéndonos su amor por medio de la acción de Espíritu, que nos impulsa al mismo tiempo a hacer extensivo ese amor de Dios a los hermanos.
+ Gerardo
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